La paciencia era una habilidad que había desarrollado en los últimos meses, especialmente cuando se trataba de mujeres. Sabía que no debía presionarlas ni apresurarlas. Había aprendido a ir al ritmo de ellas. Miré el reloj. Eran las 10:25 pm. Decidí esperar un poco más.
De pronto, ella apareció.
–Hola –dijo con timidez.
–Hola.
Se veía un poco ansiosa. La invité a acercarse a mí.
–Ven.
Ella se aproximó con pasos lentos. Contemplé su rostro, era muy guapa, de ojos muy expresivos y una bonita sonrisa. Su piel blanca contrastaba con su oscuro cabello.
Sonreí.
–Sí sabes que cobro por esto ¿verdad?
–Sí.
–¿Y aun así quieres hacerlo?
–Sí.
–¿Traes el dinero?
Ella abrió su bolsa y sacó su cartera. Extrajo varios billetes y me los entregó.
–Aquí está.
Los conté para cerciorarme de que era la cantidad correcta, y luego los guardé en el bolsillo de mi pantalón.
–Muy bien. Pues empecemos.
La chica se quedó quieta por unos segundos. Me acerqué a ella y la rodeé con mis brazos, la envolví suavemente, con ternura, aprisionándola. La acerqué contra mi pecho. Ella pegó su oído a mi corazón. No sé si pudo escuchar los latidos desesperados por la excitación que ella me producía. Mis manos recorrieron su espalda, despacio, escurriéndose entre su largo cabello. De pronto, ella exhaló un suspiro, de placer, de satisfacción.
Podría sonar demasiado ingenuo, o exageradamente cursi, pero ése era mi servicio, y me pagaba por ello. Simplemente abrazarla, darle esa sensación de protección, afecto y calor, que ella buscaba con tanto ahínco. Porque había descubierto que la soledad era un mal moderno, tan temida y tan insoportable, que hacía que ellas me pagaran con tal de desterrarla. Y como en estos tiempos todo tiene un precio, yo también lo tenía. Ahí estaba yo, vendiendo mi tiempo, vendiendo mi compañía.
Soy un vendedor de abrazos. Ése es mi negocio, y ésta es mi historia.
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