Al día siguiente, estaba a punto de salir para mi siguiente cita, cuando
alguien tocó el timbre. Abrí la puerta, y era Israel, acompañado de una mujer
muy guapa, delgada, con tetas pequeñas, y cabello lacio y teñido de rubio. No
pude saber el color de sus ojos ya que llevaba puestos lentes oscuros.
Orgulloso, Israel la abrazaba de la cintura, como si se tratara de un trofeo
que recién acabara de ganar en una competencia.
–¿Qué onda, güey? –me saludó mi amigo.
–¿Qué onda?
Él entró, dejando a la chava en la puerta, y sin andar
con rodeos, me dijo en voz baja:
–Necesito que me hagas un favor. Préstame tu depa.
–¿Otra vez? Güey, no chingues. ¿Qué no puedes pagar un
pinche cuarto de motel?
–Ándale, güey, ya tengo a la morra aquí esperando.
Ante la insistencia de mi amigo, le arrojé las llaves
de mala gana.
–Está bien. Regreso al ratón. Déjalas con el portero.
–Ya estás.
Israel se encerró con la mujer. No sé qué me enojaba
más, si el hecho de que a cada rato me pidiera el depa prestado o que se
trajera a una mujer diferente en cada ocasión. Pero bueno, al menos esta vez yo
también tenía una cita.
Llegué al restaurante para esperar a mi siguiente
clienta. Me pregunté cómo sería ella. Quería clientas bonitas. Clientas bonitas
que se sintieran solas, para así “consolarlas”. Esta vez sin cometer los
errores de la vez anterior.
Miré a mi alrededor. Había algunas mujeres solitarias,
y otras que venían en grupo a tomar café. Lo que me sorprendió fue ver que la
mayoría no traían acompañantes masculinos. Era extraño, pero muy cotidiano. Con
razón Alma me había dicho que tenía muchas posibilidades de sobresalir en este
negocio.
Miré el reloj. Ya había pasado media hora. De pronto,
una enorme mujer obesa se asomó en la puerta y se dirigió directo hacia mí.
“Puta madre, de seguro ella es mi clienta”, pensé.
Quise escapar. Fingí que sonaba mi celular, y que me
levantaba a responder la llamada, pero ella se acercó hacia mí. Me sentí como
Indiana Jones, intentando huir mientras la piedra gigante rodaba detrás de él,
pero no pude escapar. La gorda me tocó del hombro.
–Hola. Tú eres Julio, ¿verdad? –dijo con voz chillona.
“Ya valió verga”, pensé.
Volteé. Vi su cara redonda, sus ojos pequeños, y el
cuello oculto por la papada. Podría haber fingido que no era yo a quien ella
buscaba. Pero recordé que el recibo de la luz estaba a punto de vencerse, y no
quería que me cortaran el servicio.
“Negocios son negocios. Negocios son negocios”, me
repetí en la mente. Tal parecía que esa frase se había vuelto ya mi eslogan.
Inhalé aire y luego sonreí.
–Sí, soy yo.
–¡Hola Julio! –exclamó llena de gusto–. ¡Qué bueno que
viniste! Yo soy Edna.
–Sí –dije un poco azorado por la efusividad que
manifestaba la mujer.
Lamenté mi mala suerte. Mientras mi amigo estaba en
ese momento cogiéndose a una güera culona en mi depa, a mí en cambio me tocaba
abrazar a esta mujer…
–La verdad yo tenía mis dudas acerca de si todo esto
era verdad. ¡Un vendedor de abrazos! Sonaba algo loco. Pero después de oír los
comentarios sobre ti, sentí curiosidad.
–¿Cómo supiste de mí?
–Pues la amiga de una amiga de mi amiga me dio tu
tarjeta.
“Entonces así funciona”, pensé. “Recomendación de boca
en boca. Nunca lo hubiera imaginado.”
Le entregué la rosa. Ella se emocionó con el detalle.
–¡Gracias! No me lo esperaba –dijo, y me plantó un
beso en la mejilla.
El asunto iba para largo, y entre más analizaba la
situación, más ganas me daban de marcharme, porque la mujer no era mi tipo.
Pero luego recordé que esto era solamente un negocio, y yo ya lo estaba tomando
personal. Así que decidí dejar a un lado mis prejuicios, y quedarme con ella
por el tiempo que me había contratado.
Nos sentamos en una mesa y ordenamos de comer.
–Trabajo en el área de Compras de una empresa –me dijo
luego de que yo le preguntara a qué se dedicaba–. Y bueno, ya te imaginarás el
estrés diario por el que paso, que hasta termino comiéndome todos los
productos.
Edna era de esas gorditas bien alegres y enjundiosas,
que se reían de manera estruendosa, que hasta reventaba los tímpanos. Y cuando
soltó la carcajada, no entendí cuál era el chiste.
–¿Qué productos? –pregunté.
–Pues es una empresa panificadora, y tienen máquinas
expendedoras de pastelitos.
–Ah, ya veo –respondí.
–Ya tengo cuerpo de dona –dijo y se señaló la barriga,
antes de soltar una carcajada.
Se notaba que quería ser simpática a la fuerza, pero
sólo conseguía verse insegura. Los momentos de silencio los llenaba engullendo
comida en grandes cantidades.
–Edna, ¿y tienes novio? – pregunté, más que por buscar
una plática, para que dejara de comer de esa manera tan compulsiva.
–No, la verdad tengo mala suerte.
–¿Por qué dices eso?
Edna se mostró un poco melancólica, dejó de comer,
pero comenzó a retorcer la servilleta que traía en sus manos, hasta que
finalmente dijo:
–Porque nadie quiere andar con alguien como yo.
Noté que sus ojos se pusieron llorosos, mas no derramó
ni una sola lágrima. Sus dedos se enredaron en la servilleta de papel, y empezó
a desmoronarla poco a poco.
A mí no me gustaba ver llorar a las mujeres. Me
incomodaba. Así que traté de ser amable.
–No digas eso. Eres bonita.
Una breve sonrisa se dibujó en los labios de la joven,
pero luego respondió con angustia:
–Te lo juro que he intentado adelgazar, pero nada me
funciona. He hecho dietas, tomado pastillas, tés, me he untado cremas…
–Tranquila, no tienes que darme explicaciones.
Entonces se me ocurrió abrazarla. Total, para eso
había venido.
Esta vez, pedí que me pagara por adelantado. La chava
aceptó y me entregó el dinero. Entonces acerqué mi silla hacia donde estaba
ella y la abracé, hasta donde pude alcanzarla. Sólo hasta ese momento se calmó.
Sentí sus brazos regordetes rodeando mi espalda. Le costaba trabajo respirar,
debido a su sobrepeso y a su ansiedad. Pero al estar conmigo, dejó de luchar
contra sí misma y sus miedos. Simplemente se serenó, dejó fluir la situación.
Exhalaba el aire con suavidad, mientras yo acaricié su espalda. Entendí su
congoja. Se sentía rechazada y marginada. Hasta tuve que reconocer que yo
también la juzgué por su apariencia. A mí tampoco me gustaba cuando las mujeres
no me daban una oportunidad, cuando llegaban a portarse mamonas o me evadían.
No digo que todas fueran así, pero cuando eso pasaba, me sentía mal. Al abrazar
a Edna, me pregunté cuántas veces yo habría hecho lo mismo con otras chicas,
cuántas veces habría rechazado mujeres sólo porque no eran mi tipo, sin darme
la oportunidad de conocerlas más allá de la apariencia. Entonces yo también me
relajé. Imaginé que abrazaba a un bombón gigante, suavecito y aguadito.
Cuando terminamos, vi que una sonrisa de satisfacción
se dibujó en su rostro.
–Estuvo padre. Me gustó –dijo la chava.
–A mí también –admití.
A partir de ahí, la plática fluyó mejor. Edna era una
chava muy graciosa, me contó varios chistes, y me hizo reír. Pasamos un buen
rato.
–Gracias Julio, me encantó estar contigo.
–Igualmente.
–¿Puedo llamarte de nuevo?
–Sí, cuando quieras.
–Gracias de nuevo –dijo, y otra vez me besó en el
cachete.
En realidad no hice gran cosa. Sólo me presté para
abrazarla y acompañarla un rato. Sin embargo, eso parecía muy importante para
ella. Creo que, después de todo, no hice un mal trabajo.
Regresé a mi depa y encontré en las escaleras a
Israel, quien fumaba un cigarro. Se veía muy serio. Su amiga ya no estaba.
Supuse que ya tenía rato de haberse marchado.
–Aquí están tus llaves –dijo, y se marchó sin darme
las gracias.
Entré al depa y vi el desorden.
–Hijo de su…
Ni modo, me tocaba limpiar.
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