El celular
comenzó a sonar con llamadas de mujeres que pedían mis servicios. ¡Con madre!
Esto iba mejor de lo que imaginaba.
Así
pues, aquella tarde llegué al parque que está frente a la iglesia del Rosario,
en el sur de Monterrey, para conocer a mi nueva clienta. Lo único que sabía era
que se llamaba Ximena, y que estaría esperándome en la banca que estaba frente
a una estatua de Alfonso Reyes.
Como
era verano, el aire se sentía caliente, adormecedor y pegajoso. Algunas
personas corrían alrededor del parque, unos niños jugaban en los columpios, y
otras personas paseaban a sus perros. Las cigarras entonaban su melodía
monótona, estridente y sincronizada.
Entonces,
vi en una banca a una chava que me dejó fascinado. Era muy guapa, de apariencia
pulcra y sencilla. Piel blanca, cabello castaño, pechos grandes y caderas
redondas. Traía el cabello recogido y la frente despejada.
Me
acerqué a ella y a mi paso las palomas levantaron el vuelo, asustadas. La mujer
alzó la mirada. Al verme con la rosa en la mano, supo quién era yo y me saludó.
Para mi buena fortuna sí se trataba de Ximena, así que le entregué la flor.
Me
senté a su lado. Pude observarla más de cerca, y me di cuenta de que sus ojos
tenían un curioso color aceitunado, que a veces cambiaba a gris. Tenía las
mejillas enrojecidas por el sol, y sus labios brillaban como si estuvieran
húmedos, lo cual me pareció muy tentador.
Pasé
un brazo por detrás de ella, pero lo apoyé sobre el borde de la banca. Primero
había que conocerla.
–¿Y
qué me cuentas de ti, Ximena? Platícame.
–Soy
contadora. Trabajo en un despacho contable.
–¿Con
table-dance? –dije bromeando.
Me
reí de mi gastado chiste, pero al parecer ella no le encontró la gracia.
–¿Perdón?
–inquirió con tono de indignación.
–Olvídalo
–dije, borrando la sonrisa de mis labios.
Nos
quedamos callados. Ninguno de los dos sabía qué decir. Ella comenzó a ponerse
un poco nerviosa, y pensé que tenía que actuar rápido antes de que decidiera
marcharse. Si pensaba dedicarme al negocio de la venta de abrazos, tenía que
convencer a mis clientas. Así que para romper el hielo, le dije:
–Mira,
te propongo algo, ¿qué te parece si damos una vuelta por el parque?
–Está
bien.
Nos
pusimos de pie. Mientras caminábamos, noté que ella me evadía la mirada.
Apretaba las manos y sus pasos eran rígidos, como si de alguna manera se
estuviera reprimiendo. Yo no pude evitar echarle una ojeada a sus senos, y la
gota de sudor que se le deslizaba por el cuello hasta perderse en el escote.
–Hace
mucho calor. ¿Verdad? –dije.
–Bastante.
–Aunque
este lugar está padre. Hay muchos árboles, y se ve tranquilo.
–Sí,
a mí también me gusta mucho. A veces vengo aquí a caminar –respondió.
–¿Te
gusta el ejercicio?
–Un
poco. Practico algo de zumba y pilates.
–Qué
bien. A mí sólo me gusta salir a correr, pero sobre todo en las mañanas, cuando
está más fresco. A esta hora el calor está insoportable.
–Ni
lo digas, así es Monterrey. Por eso muchos en verano prefieren ir a los centros
comerciales, para estar dentro de un lugar con aire acondicionado. Pero a mí me
fastidian las multitudes. Prefiero venir a los parques, aunque haga calor. Me
parece más tranquilo.
La
noté más relajada, así que le pregunté:
–Oye,
y cambiando de tema, ¿por qué me contactaste? Me gustaría saberlo.
–Por
curiosidad.
–¿Curiosidad?
–Sí,
ya sé que suena extraño, pero sentía curiosidad de conocer a un vendedor de
abrazos. No sé, se me hizo poético, y a la vez espiritual.
Solté
una carcajada.
–Soy
todo menos eso –respondí–. Pero me gusta cómo me describes.
–Lo
digo en serio. Ahorita, en este mundo tan frío y mezquino, es bueno saber que
hay alguien que se dedica a abrazar a la gente, aunque cobre por eso.
–De
algo tengo que vivir –respondí –. Además, quien quiere los compra, quien no,
pues no.
–Pues
sí.
–¿Y
tú por qué comprarías mis abrazos?
Ella
se sonrojó.
–Ya
lo dije. Por curiosidad.
–No
te creo –dije, entrecerrando los ojos.
–¿Por
qué no me crees?
–Porque
se me hace muy extraño que una chica tan bonita no tenga quién la abrace.
Ella
se detuvo y bajó la mirada. Otra vez se mostraba evasiva e inquieta.
–Yo
no tengo novio.
–Pero
tuviste.
–No.
La verdad no he tenido.
–¿Por
qué?
Ximena
suspiró y respondió:
–Porque
no se han dado las circunstancias. No ha llegado la persona indicada.
La
observé fijamente. Y empecé a armar conjeturas. Una chica bonita, que nunca
había tenido novio...
–Pero
amigos sí has tenido.
–Amigos
sí.
–¿Amigovios?
–¿Qué
es eso?
–Tú
sabes, amigos con derechos.
–No,
eso no –dijo con firmeza–. Yo no me presto a esos jueguitos. Yo sí quiero
llegar de blanco al altar.
Su
respuesta me causó más inquietud y curiosidad.
–¿Puedo
hacerte una pregunta?
–Claro
–dijo ella.
–Espero
no te enojes.
–Dime.
–Mmmh…
¿tú aún eres virgen?
–Sí
–dijo con naturalidad.
–¿En
serio? –pregunté sorprendido.
–¡Ay!
No me crees –respondió indignada, y se apartó–. Mejor me voy de aquí.
–No,
no, espera. Sí te creo. Lo que pasa es que… no te ofendas, pero se me hace
extraño.
–¿Extraño?
–Sí.
Digo, seamos honestos. ¿Cuántos años tienes, veintidós, veintitrés?
–Veintisiete.
–¿Y
en todo este tiempo no has…?
–No,
porque yo quiero llegar virgen al matrimonio–dijo ella, interrumpiéndome.
–Pues
cada quien sus ideas –respondí–. ¿Y de veras no se te antoja… tú sabes… tener
relaciones con alguien?
–Creo
que mejor me voy –volvió a decir.
Me
preocupé. Chingados, ¿Por qué siempre la regaba con las mujeres? Tenía que
actuar rápido o si no perdería otra clienta.
–No,
no te vayas. Discúlpame, no quise hacerte sentir mal. Respeto tus ideas.
Ella
se quedó quieta, escudriñando mi rostro, como si midiera mi grado de
peligrosidad o pendejez. Después, cuando vio que hablaba en serio, suspiró, y
dijo:
–Mira,
fui educada a la antigua. Vengo de una familia católica muy conservadora.
–Ok.
–¿Tienes
algún problema con que yo sea virgen?
No
mames. ¿Cómo iba a tener problema con eso? ¡Por el contrario! ¡Era demasiada
tentación! Pero no quería cometer los mismos errores que tuve con Melissa, así
que me contuve. Comprendí que a las mujeres no hay que acosarlas con el asunto
del sexo. Además, en cierta forma, la chava me había caído bien, y me inspiraba
respeto.
Así
que dejé a un lado mi lado guarro, y dije lo más caballerosamente posible:
–En
absoluto.
Regresamos
al punto de partida, y nos volvimos a sentar en la misma banca.
–En
serio discúlpame si te ofendí –le dije.
–No
hay problema.
–Si
me permites decirte algo, eres muy bonita e inteligente, así que es normal que
excites a los hombres. Pero no lo veas como algo malo, al contrario, eso es
bueno, porque significa que les gustas. Sólo cuídate de los idiotas como yo.
Ximena
empezó a reírse.
–Lo
tomaré en cuenta.
Sacó
el dinero de su bolsa, y me dijo:
–Sólo
pago por abrazos.
–Sólo
vendo abrazos –respondí–. Aunque si quieres algo más, tendré que cobrarte un
cargo extra.
Ella
deslizó su mirada sobre mí, de arriba hacia abajo, posándose en mis manos. No
sé qué pasó por su mente, pero una sonrisilla se dibujó en su rostro. Después,
sacudió su cabeza, como si desechara sus propios pensamientos.
–Toma
–dijo, dándome el dinero.
–Gracias.
¿Estás lista?
–Sí.
Pasé
mis brazos alrededor de ella y la abracé, estrechándola contra mi cuerpo. Pude
sentir su respiración nerviosa, que poco a poco se fue calmando. Ella puso sus
manos sobre mi espalda, extendidas, firmes, aferrándose a mí. Sus pechos, como
dos melones suavecitos, se aplastaron contra mi cuerpo. Cerré los ojos.
Entonces ella solita como que agarró confianza, y me apretó más. Me puse a
fantasear con ella, en su desnudez jamás vista. Me causaba extrañeza que
todavía existieran mujeres que se guardaran para el matrimonio. Ninguna de las
novias que había tenido era virgen, así que nunca me había tocado andar con
alguien de manita sudada. Pero ahora, al tener a Ximena entre mis brazos, me la
imaginé como un regalo cuya envoltura aún no había sido abierta. Me intrigaba,
pero también empezó a interesarme.
Duramos
abrazados un buen rato, hasta que finalmente, quedó satisfecha.
–Hueles
muy rico –me dijo.
Reí.
–Gracias.
–Debo
irme –dijo la chava–. Me dio gusto conocerte. Me caíste bien.
–Tú
también. Ojalá un día pueda verte de nuevo. Estoy a tu completa y total
disposición.
Ella
sonrió y se despidió. Me quedé sentado en la banca, viéndola marcharse,
mientras la iglesia tocó por los altavoces el Ave María interpretado por
campanas.
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