Desde que
vendí mi carro tenía que ingeniármelas para moverme en la ciudad, y era toda
una odisea. Una noche, tomé un camión urbano en pleno centro, después de que
otros tres me habían ignorado cuando les hice la parada. Subí apretujado, pues
estaba lleno de gente. El chofer tenía puesta música vallenata a todo volumen,
la cual interrumpió tres veces: una cuando se subió un vendedor de gelatinas
congeladas, otra cuando subió un hombre con una guitarra desafinada, y la
tercera cuando dejó que un payaso callejero recitara chistes subidos de tono.
Llegué
a mi cita un poco tarde. Era en el Das Bierhaus, un restaurante bar de estilo
alemán.
Una
mujer estaba sola en la barra tomando una cerveza fría. Era algunos años mayor
que yo, pero estaba guapa. Su cabello brillaba, venía perfectamente maquillada,
y traía ropa de oficina: una falda negra y ceñida, medias, zapatos de tacón, y
una blusa blanca desabotonada del cuello que transparentaba su brassiere. Se veía bastante sexy.
Me
acerqué a ella y la saludé.
–Hola.
¿Silvia?
Ella
volteó, me miró, y una sonrisa se dibujó en su rostro.
–¡Julio!
–exclamó; jaló mi mano y me besó en la mejilla, como si ya nos conociéramos
desde hace tiempo–. Siéntate aquí. Dime, ¿cómo estás?
–Bien.
¿Y tú?
–También
bien.
La
mujer se giró hacia mí. De inmediato mis ojos saltaron a su escote, pero traté
de disimularlo.
–Toma,
te traje esto –dije.
Le
entregué la rosa. Ella la miró, como pensando: “¿qué pedo con esto?”. Me sentí
como un idiota.
–Bueno,
gracias –dijo ella, y la colocó en la silla de a lado.
Terminó
de beber su cerveza. Iba a ordenar otra, pero yo me adelanté.
–¿Qué
te parece si pedimos una jarra?
–Me
parece una excelente idea. –Sonrió.
Llamé
a un mesero y ordené dos tarros michelados y una jarra de cerveza que compartí
con mi nueva clienta.
–¿Vienes
del trabajo, Silvia?
–Así
es.
–¿A
qué te dedicas?
–Soy
asistente de Dirección en una empresa maravillosa. Es una consultoría cuya
matriz está en Londres. Yo me encargo de atender las llamadas de mis jefes
tanto de Monterrey como de Estados Unidos e Inglaterra.
–Guau.
Debes hablar muy bien el inglés.
–Así
es. Digamos que un 90% de mi trabajo es hablar y escribir en inglés. Adoro mi
trabajo, es realmente estupendo.
–Yo
tengo una hermana que vive en Londres. Se fue a estudiar su maestría allá,
conoció a un inglés y se casaron el año pasado. Tienen una hija de tres
años.
Casi
no hablaba de mi familia, y mucho menos con mis clientas. Siempre había sido
reservado en ese sentido, así que me sorprendió hablar de mi hermana con Silvia,
a quien apenas conocía unos escasos minutos. La mujer rezumaba seguridad y
confianza por todos los poros de su piel, quizá eso fue lo que me incitó a
compartir con ella parte de mi vida. Sin embargo, Silvia estaba más
entusiasmada en hablar de la suya que en escucharme. Me interrumpió diciendo:
–A
mí me gusta hablar a calzón quitao, como dicen. Yo tengo treinta y cuatro años
y no me apena decirlo. He vivido muchas cosas. Soy divorciada, y tengo un
hermoso hijo de ocho años.
Hizo
una pausa sólo para beber un trago de su cerveza, y continuó hablando con
vehemencia.
–Ahorita
no tengo pareja, pero no importa. Yo como quiera disfruto la vida. Total, para
eso venimos al mundo.
–Amén
–dije en son de broma.
Su
actitud audaz y esa forma de hablar, tan desinhibida y natural, me recordó a
Daniela, mi primera novia.
Silvia
se sirvió más cerveza y encendió otro cigarro.
–¿Y
cómo funciona este negocio tuyo? –me preguntó.
Aquella
era una buena pregunta.
–Pues
es simple, pagas y te abrazo. Es todo.
–¿Sólo
eso?
–Sí.
–Mmmta...
–murmuró Silvia con desdeño, y bebió de su cerveza.
Yo
me quedé desconcertado por su respuesta.
–¿Qué
pasa? –pregunté.
–Nada,
chiquito, nada –rió Silvia con desparpajo–. Por cierto, ¿qué edad tienes?
–Veinticinco.
–Mmh
–dijo ella, pero no con decepción, sino como un gato a punto de devorar un
pollito. La misma mirada que tenía Daniela cuando iba a visitarme aquellas
tardes de verano a mi casa.
Me
quedé callado. La verdad, no sabía qué decir.
–Entonces
te pago, y me abrazas –dijo Silvia, recapitulando mis palabras.
–Es
correcto.
–¿Y
me los darías aquí o en dónde?
–Donde
tú quieras.
Silvia
abrió su bolsa, sacó su cartera de estampado de leopardo, y me pagó por
adelantado.
–Veamos
qué tan bueno eres –me retó.
Ambos
nos pusimos de pie. Ella quedó frente a mí, en espera de que yo hiciera el
primer movimiento. No era más alta que yo, aun y cuando ella usaba tacones,
pero al verla frente a mí, con esa actitud provocadora y esa mirada penetrante,
me cohibí. La abracé, con nerviosismo, como si abrazara a alguna compañera de
trabajo, manteniendo cierta distancia entre ella y yo, sin atreverme del todo a
estrecharla.
Cuando
terminé, noté en su rostro una clara expresión de insatisfacción y
decepción.
–¿Eso
es todo? –reclamó con fastidio–. Qué desperdicio de tiempo y dinero. He tenido
amantes que abrazan mejor que tú.
–Espera,
puedo hacerlo mejor.
–Olvídalo.
Ya me voy.
Estaba
a punto de marcharse, y yo me preocupé. No quería perderla y quedar como un
patético perdedor. Tenía que hacer algo para remediar mi falta de pericia.
–Silvia,
espera. Dame otra oportunidad.
–Demasiado
tarde, chiquito. Ya me voy. Dejé a mi hijo encargado con mi mamá.
–Al
menos una vez más –dije interponiéndome en su camino–. Si no te gusta, te
regreso el dinero. ¿De acuerdo?
Silvia
me miró, y harta de mi insistencia, aceptó.
–Muy
bien. Pero si no me gusta, me regresas el dinero y me largo.
Se
quedó parada, frente a mí, desafiante. Parecía como si me estuviera haciendo el
favor de ser abrazada, en lugar de al revés.
–Ok
–dije nervioso, y tragué saliva.
Esta
vez, me acerqué a ella con más decisión. La agarré súbitamente de la cintura;
con mi otro brazo la sujeté de la espalda, y de golpe, la acerqué a mí, con una
fuerte sacudida, que hasta los palillos chinos que sujetaban su cabello se
cayeron al suelo, y su melena se desbordó sobre sus hombros. Nuestros rostros
quedaron separados por escasos milímetros. Pude sentir su respiración cálida
sobre mi piel, y cómo sus mejillas poco a poco se iban encendiendo. La palma de
mi mano recorrió su espalda, y se detuvo en su cadera. Su mirada se volvió más
felina.
–Eso
está mucho mejor –dijo Silvia ronroneando.
–Qué
bueno, porque eso significa que no tendré que devolverte el dinero –dije en
broma.
Silvia
sonrió.
–Aún
te falta experiencia, pero vas bien. Al menos abrazas mejor que los hombres con
los que salgo.
–¿Entonces
por qué necesitas de mis abrazos?
–¿Quién
dijo que quería sólo abrazos? –dijo mordiéndose el labio inferior.
–No
me digas que tú…
–Ajá.
–¿Segura?
–pregunté estupefacto.
Y
no es que no me atrajera. Al contrario, la mujer me gustaba. Pero no podía
creer que me hubiera buscado para algo más que un simple abrazo. Estaba
confundido y también nervioso. Hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer,
y ella me intimidaba, quizá porque era mucho mayor que yo, o por su actitud
desafiante. Sin embargo, no niego que también me excitaba la idea de llevármela
a la cama.
–¿Entonces?
–me preguntó con impaciencia.
Aquello
era una gran oportunidad. Mis pensamientos gritaban cosas sin sentido. Por una
parte, mi conciencia me decía que debía tomarme las cosas con más calma, aunque
por la otra, pensaba “¡Sobres, cabrón! ¿Qué esperas? ¡Échatela!”.
Al
final de cuentas, ganó mi lado diabólico.
–Sí
–dije con timidez.
–¿En
tu casa o en la mía?
Antes
que pudiera responder algo, ella decidió.
–Bueno,
que sea en la tuya.
–Ok.
Salimos
al estacionamiento. Ella iba por delante de mí y aproveché para echarle un
vistazo a su trasero.
Subimos
a su carro, y le indiqué por dónde debía irse. Ella habló por celular a su
madre, para decirle que iba a llegar tarde por su hijo, que se lo cuidara un
rato más. Alcancé a escuchar que la señora gritaba:
–¿Otra
vez te vas por ahí?
–Sí,
mamá. Yo también te quiero, adiós –dijo Silvia, y colgó.
Llegamos
a mi edificio. Detuvo la marcha y bajamos del vehículo. Subimos las escaleras.
A cada paso que daba, sentía que mi corazón se aceleraba un chingo, y las
palmas de las manos me sudaban ante la expectativa de lo que podría suceder esa
noche. Era la emoción por ese encuentro, y al mismo tiempo el miedo de que las
cosas salieran mal.
Con
dificultad metí la llave en la cerradura. Giré la perilla, y antes de abrir por
completo la puerta, recordé lo que me pasó con Melissa y Ximena. No quise verme
desesperado con Silvia, así que volteé hacia ella, y le pregunté:
–Espera.
¿No sientes que vamos demasiado rápido?
Silvia
sonrió burlonamente, como si pensara: “no mames”.
Me
besó, y me empujó contra la puerta. Entramos al depa. Y lo que siguió ahí fue
alucinante.
Al
final, nos quedamos juntos, desnudos, sobre la cama. Ella se sentó, doblando
una pierna, y encendió un cigarro. Las líneas del humo elevaron por encima de
las curvas de su cuerpo desnudo. Acaricié con la yema de sus dedos su muslo.
Todavía no me caía el veinte de lo que acababa de suceder. Había ido con la
expectativa de vender abrazos, y terminé en la cama con mi clienta.
Me
quedé absorto contemplándola.
Ella
apagó su cigarro en un vaso que estaba sobre el buró.
Se
volvió hacia mí, y me dijo:
–Bye chiquito. Debo irme.
–¿Tan
pronto?
–Sí.
Me
dio un beso en los labios, y susurró:
–Nos
vemos.
–Te
acompaño.
Ambos
nos vestimos y la acompañé hasta la puerta del edificio. Ella se despidió y
subió a su carro.
Apenas
y se marchó, salté de gusto dando un puñetazo en el aire.
¡Qué
gran día!
La
noche siguiente, mis amigos decidieron reunirse en casa de Moi para ver el
clásico Tigres contra Rayados. Afortunadamente, esta vez no se les ocurrió
hacer carne asada, sino que recurrieron a algo más sencillo, fácil y práctico:
ordenar pizzas y comprar varios cartones de cerveza.
–¿A
cuál le vas, Julio? –me preguntó Moi.
–Me
da igual.
–A
Julio no le gusta el fútbol–dijo Rogelio–. Quién sabe de qué planeta será.
–De
Plutón tal vez –dijo Israel riéndose.
–Pendejo
–respondí.
En
ese momento alguien tiró a gol, lo que despertó una gritería y rechifla entre
mis amigos, aun y cuando no hubiera anotado.
Me
senté junto a Paco, y éste me pasó una cerveza.
–¿Y
ya encontraste jale? –me preguntó.
–No,
todavía no. Está muy dura la cosa aquí.
–¿Se
te puso dura la cosa, Julio? ¡Aguas, Paco! –dijo Rogelio.
Eso
era lo que me molestaba de mis amigos. Uno no podía hablar en serio de ningún
tema porque nunca faltaba el imbécil que empezara a echar carro.
El
comentario idiota de Rogelio dio pie a más del mismo estilo, hasta que le dije:
–Pos
a tu mamá le gustó, pendejo.
Israel,
Paco y Moisés se rieron. El primero de éstos dijo:
–Pinche
Julio, calladito, calladito, pero cuando se enoja, se enoja.
Seguimos
tomando y comiendo pizza. Mis amigos se enfrascaron en un airado debate sobre
jugadas y fallas en el arbitraje, todo para que ambos equipos terminaran con un
empate de 1-1.
Cuando
pasó la euforia del partido y los ánimos se calmaron, nos pusimos a jugar
dominó. Entre cerveza y cerveza la lengua se nos fue aflojando, y mis amigos
terminaron contando sus aventuras en la cama. Por fin supe lo que había
ocurrido en mi depa la noche en que se lo presté a Israel.
–Pues
conocí a una morra en una de mis visitas como proveedor a una empresa. Ella era
la de compras, ingeniera, de veinticuatro años, guapa la condenada. Nos pusimos
a platicar, y a partir de ahí yo le llamaba seguido, con el pretexto de hablar
de trabajo. Total, que de tanto y tanto, finalmente aceptó salir conmigo.
Israel
hizo una pausa para beber de su cerveza. Siempre era así, se detenía a
propósito en sus relatos, para que el silencio le imprimiera más suspenso y
dramatismo.
–¿Y
entonces qué, güey? ¿Qué pasó?
–Pues
me la llevé por ahí, para tomar unos drinks,
y ya cuando andaba medio borracha, le propuse que si nos íbamos a un lugar más
privado. Ella luego luego dijo que sí. Entonces me la llevé al depa de Julio.
¿Verdad, güey?
Israel
me miró, como si esperara que yo secundara su historia.
–Sí
–respondí.
–¿Y?
–Pos
Julio me prestó el depa, entramos y uff, no tienen idea. Nos empezamos a
agasajar, acá bien rico. Andaba muy caliente la vieja. Entonces yo la empecé a
besar, le bajé la falda y la tanga. Vi su conchita depilada, y empecé a
chupársela. Se volvió loca. Luego me la llevé a la cama, la desnudé, y empecé a
cogerla, a metérsela por el culo, y luego me la mamó toda, hasta la última
gota.
–Pinche
Israel…
–¿Y
tú Julio, qué onda? –dijo Rogelio–.Tienes el depa, y nunca nos cuentas nada de
que te hayas llevado una vieja ahí.
Era
obvio que Rogelio quería cobrarse la revancha por haber albureado acerca de su
mamá.
Israel
tomó la palabra antes de que yo pudiera decir algo en mi defensa.
–No,
ni le preguntes. Te va volver a contar la misma historia de su novia de la
prepa.
–Esa
ya la ha contado como diez veces –dijo Paco.
–O
de la morra que conoció en la universidad.
–¿Ya
hace cuantos años de eso Julio, quince o veinte? –inquirió Rogelio con un tono
mordaz.
–¿Hiciste
votos de castidad o te volviste puto, güey? –dijo Israel.
No
sé si se debió a que yo estaba ebrio, o si más bien fue mi ego herido, o porque
Israel que se creía el pinche jefe de la manada me estaba calificando de
maricón, pero el caso es que empecé a soltar la lengua y a hablar de más.
–Pues
el otro día, me llevé a una vieja divorciada bien caliente que me la mamó, y
luego cogimos no sólo una, sino dos veces. Me la cogí bien chingón, hasta montó
encima de mí la puta, quería que le metiera toda mi verga.
–A
ver, ¿cómo estuvo?
Mis
amigos me pusieron atención, y yo empecé a platicarles sobre mi aventura con
Silvia.
–Nos
metimos a mi depa, y mientras nos besábamos, me desabotonó la camisa, hasta
quitármela por completo. Terminamos arrancándonos la ropa el uno al otro, nomás
nos quedamos en ropa interior. Ella traía un brassiere y una tanga de encaje negro. La cargué y me la llevé a la
cama. Yo me quedé de pie frente a ella. Entonces la pinche vieja me miró, así
como con expresión golosa; me bajó los calzoncillos, y empezó a frotármela y
mamármela, bien rico. Me agarró el pito y me lo chupó, hasta el fondo, casi se
atragantaba, y mientras lo hacía, me miraba desde abajo, la cabrona.
Como
vi que tenía la atención de mis amigos, seguí hablando:
–Luego
acaricié su cuerpo. Aunque ya está en sus treintas, se veía que todavía tenía
lo suyo, muy cachonda, sensual, madura. Mordisqueé sus pezones, los tenía de
color café oscuro, y le pasé la lengua hasta que se le pusieron duritos.
“Después
se la metí. Sentí que estaba bien húmeda. Le di con todo, por todas partes.
Ella gemía, no, más bien gritaba de placer, acalorada y sudorosa, hablándome
como una puta, diciéndome cuánto le gustaba mi verga gruesa en su culo.
“Entonces
cambiamos de postura, y yo me acosté boca arriba, y ella se puso de espaldas a
mí. Se acomodó mi pito en ella, y empezó a montarme. Yo podía tocar sus nalgas
cuando chocaban contra mí, mientras ella asomaba su cara para verme por encima
del hombro…
Mientras
contaba mi experiencia, traté de recrearlo lo mejor posible, revelando todos
los detalles y todas las posturas sexuales que experimenté con ella. No
escatimé ni oculté nada, incluso creo que exageré, todo en un afán de
impresionarlos, lo cual conseguí, pues mis amigos se quedaron sorprendidos. Por
unos instantes, me sentí superior a todos ellos.
Hice
una pausa para echarme un trago de cerveza, dejando a mis amigos a medio
relato.
–¿Y
qué más pasó, güey?
–Pues
ella se levantó y se acomodó otra vez sobre mí, pero ahora de frente. Agarró mi
verga y me siguió masturbando, hasta que otra vez ella misma se la metió hasta
el fondo. Apoyó sus manos sobre la cama y empezó a darle, arriba y abajo. Sus
tetas colgaban encima de mí, como campanas, lo cual me excitó más, y terminé
viniéndome en ella.
–No
chingues, estás mintiendo –dijo Moisés.
–Para
nada, güey. Es la pura verdad –dije, poniendo la botella vacía de un golpe
sobre la mesa.
Israel,
Moisés, Paco y Rogelio se miraron entre sí. De pronto, el primero de éstos
sonrió lascivamente.
–A
ver, ¿y de dónde conociste a esa vieja?
–Me
la presentaron.
–¿Quién?
–¿Pos
qué te importa, güey? –respondí a la defensiva.
Mis
amigos me miraron con recelo, pero después Moi empezó a echar carrilla.
–Pues
preséntanosla, para ver si con nosotros también quiere jugar.
–No
güey, no creo que quiera contigo. Pero conozco de un negro cubano que de seguro
te hará el favor –respondí.
Mis
amigos y yo reímos. Por un momento me sentí bien chingón. Había tenido una
aventura con una mujer mayor, algo de qué presumir.
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